Es más fácil expresar los sentimientos y pensamientos en un folio que lanzarlos al aire.

Lunes

Le gustaban los lunes. Era lo único que él sabía después de conocerla. Habían coincidido en una estación de metro un lunes por la mañana, temprano, al son de los primeros vagones circulantes del día. Era una mañana oscura, como casi todas a esas horas. El viento levantaba los papeles y las hojas que cubrían los adoquines de las desiertas calles parisinas. Durante el trayecto a la parada de metro a penas se cruzo con un par de personas. Una vez bajo tierra, en los interminables pasillos de la estación, se había quitado el abrigo y la bufanda, dejándolos colgar de su brazo. El maletín parecía pesar toneladas, como si llevara piedras en lugar de folios llenos de firmas. No le gustaban los lunes. Los domingos por la noche nunca lograba conciliar el sueño más pronto de las tres de la mañana, lo cual no ayudaba cuando el despertador sonaba dos horas más tarde avisando de un nuevo día. Apenas desayunaba por lo cansado que se encontraba, ¡ni para un cigarrillo tenía ganas! Ese lunes ni siquiera se había mirado al espejo, saliendo del apartamento con la ropa sin combinar y el pelo a lo loco. No era el mejor día para conocerla, pero a la vez el encuentro no podía haberse en dado mejor momento. El andén de St. Paul estaba vacío cuando llegó, pero no tardó en escucharse el traqueteo de unos zapatos de tacón contra el feo suelo de hormigón. El sonido era acompasado, un andar feliz que se correspondía con la persona que poco después llegó al andén. La mujer entró con una sonrisa, el pelo suelto formando un manto de oscuros rizos que se agitaban por las corrientes de aire. Llevaba una bufanda roja alrededor del cuello, un abrigo negro colgando del brazo y un elegante atuendo empresarial conjuntado con unos impresionantes tacones. Eso fue lo que él primero notó: los tacones. La suela roja combinaba a la perfección con la bufanda, añadiendo una nota de color al oscuro vestuario. Al principio él la ignoró, sin levantar la vista más allá de los zapatos se volvió a recostar en su asiento y retomó su meditación en contra de los lunes. Tardó un poco en darse cuenta de que la mujer le miraba. No supo si sentirse molesto o honrado por ello, pero acabó optando por la segunda opción al percatarse de la belleza que se ocultaba tras el pliegue superior de la bufanda y la nube de rizos. Tenía los ojos grises, pero no fríos como se suelen ver otras personas, sino de un gris brillante que recordaba a las joyerías de la Place Vendôme. Alrededor de ellos había un halo de oscuras y largas pestañas que se movían de forma cándida cuando parpadeaba. Fue precisamente aquel gesto el que le atrapó por completo. Cuando ella parpadeaba no había forma de apartar la mirada, era como ver un choque de trenes, increíblemente atrayente. Los minutos pasaron, quizá fueran segundos, pero él los notó como horas, hasta que el primer vagón hizo su aparición. La mujer apartó y la mirado y se subió con gran destreza al tren. En ningún momento le miró de nuevo, pero incluso cuando última luz del metro desapareció en la oscuridad de los túneles, él siguió sintiendo su mirada. Ese día llegó tarde al trabajo, tuvo que recuperar las horas perdidas y volvió a perder el metro a la hora de cenar. Pero al llegar a su casa y mirarse por primera vez en el espejo su reflejo sonreía y le brillaban los ojos. Los lunes no están tan mal, pensó esa noche al acostarse y recordar a la mujer de la bufanda y los zapatos rojos, nada mal.

30/09/2013
16:57 p.m

Volar

Quería volar. No era la primera vez que miraba el cielo y tenía ese tipo de pensamiento. Esas ansias de volar, de levantar los pies del suelo y dejar todo atrás. No sabía cuando esos sentimientos se habían comenzado a amontonar en su cabeza, pero ahora ya no había día que no pensara en ello. ¿Cómo sería? ¿Sería como cuando nadaba en la piscina del pueblo? La gente que en sus sueños vuela siempre dice que es como nadar en una masa de agua invisible, pero ¿de verdad es así? Seguramente no para los pájaros, ellos no parecen nadar en el aire. Justo como si estuviera respondiendo a su silenciosa pregunta una paloma cruzó el trozo de cielo que estaba mirando. Definitivamente no es como nadar, concluyó mientras seguía el vuelo del ave.  ¿Por qué no podían los humanos volar? Se supone que somos la raza superior, la más evolucionada, la reina del mundo. Excepto del aire. Todo lo que hay más allá del suelo está lejos de su alcance. Una persona puede aprender a nadar, a andar, pero ¿volar? No, eso no puede. Aunque se puedan subir a un avión, a un globo o a un ala delta, los seres humanos nunca podrán volar por si mismos. Y es esa dependencia lo que nos separa de la total libertad. Triste, pensó, muy triste. Con un suspiro se levantó y recogió el maletín de suelo. Por hoy se había terminado su momento de tranquilidad y sueños, de libertad parcial a través de la imaginación. Era el momento de retornar a aquella jaula conocida como vida laboral. 

11:05 a.m
17/01/2012

Todas las cosas que amo de ti

- Todo lo que quiero es estar contigo. Deja de luchar contra mí.
- No sabes lo que quieres. Estás cegada por un estúpido capricho. 
- ¿Un capricho? ¿Cómo puedes llamar a lo que siento por ti un mero capricho? Yo te amo, ¿me oyes? TE AMO, con mayúsculas. Con luces de neón. En letras bien grandes. Y no hay nada que puedas hacer al respecto.
- ¿Tú me amas? ¿De verdad lo haces?
- Pues claro que si. ¿Cómo podría no hacerlo? Amo todo lo que tiene que ver contigo. Amo tu sonrisa, el brillo de tus ojos cuando algo te gusta. Amo despertar por las mañanas pensando que pronto de veré. Amo que cuando comes dejes caer el contenido del bocadillo por error. Tu torpeza, tu cara. Amo tu voz, sobretodo cuando me susurras al oído. Amo cada día que estoy contigo, cada segundo, cada milésima de segundo. Y tu estúpido e incomprensible sentido del humor. Amo cuando te ríes y los demás callan, cuando frunces el ceño porque algo no te gusta. No sabes cómo amo esa arruguita que se extiendo en tu frente al concentrarte. O el tic nervioso de mover los dedos sobre la mesa. Amo que no tengas miedo de decir lo que piensas. Y que te den miedo las tormentas y el fuego. Amo como hueles al salir de la ducha. Tu olor natural, esa esencia especial que es solo tuya. Amo tus pestañas, la forma en que pestañeas lenta y pausadamente. Y cómo miras la hora cuando una conversación te aburre. Amo incluso tu temperamento bipolar, que en un minutes estés feliz y al siguiente melancólico. Y tu forma de caminar, cuando acompasas tus pasos para que coincidan con los míos. Amo tu postura al sentarte y leer un libro. Y cuando te muerdes las uñas al pensar. Amo la forma en que rozas la guitarra y le arrancas esas melodías que flotan en el aire. Amo la forma en que saltas a la piscina, cuando sales del mar con el pelo chorreando agua salada. Y tus ojos, esos ojos que me aceleran el corazón cuando me miran. Amo que nunca me mientas, que sepas cuando te necesito. Amo la forma en que me miras cuando te estoy volviendo loco. Amo que me mires cuando crees que no me doy cuenta. Y que no soportes a las personas que no soporto. Amo cada camiseta, jersey y prenda que haya tocado tu piel. Amo tus pies, la forma en los entierras en la arena, como si quisieras escavar hasta el otro lado de la Tierra. Amo cada canción que he escuchado contigo. Y los viajes en caravana que hacemos a los lagos. Amo cuando te pones de pie en la barca y esta se vuelca, tu cara de sorpresa cuando pierdes el equilibrio. Amo que me cojas y lances al agua, solo porque por un momento tus manos rozaron mi piel. Amo   los espaguetis que preparas cada viernes. Y las hojas donde escribes tus canciones. Amo cuando me las lees y pides mi opinión. Amo que me tengas en cuenta, aunque sea para elegir un par de zapatillas. Amo que mi coche se quede sin gasolina para que me lleves. Y que por las noches me acompañes hasta la puerta. Amo cuando enciendes y apagas los faros para despedirme. No importa lo que me preguntes, sea lo que sea lo amo porque te amo a ti.   Nunca pensé tener el valor de decirte esto, pero... Te amo, chico de mis sueños, mi mejor amigo.


 Hoy he querido repasar mi cartera y he decubierto algunas notas de mi tiempo libre (o muerto, más bien). No son perfectas, hay que pulirlas, pero me parece que no están del todo mal.

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BACK TO DECEMBER
Hoy he soñado que volvía a verte. Que regresaba a aquel invierno encantado que tanto disfrutamos. De repente te veía sentado en nuestro banco, con la bufanda y el gorro de lana, aquel aburdo regalo de Navidad. Tenías la nariz roja, un adorable punto de color. La luz del sol, blanca y brillante, recortaba tu figura. De nuevo me transporte a aquel momento, aquel primer roce que cambió todo. Fuimos algo más, algo más que amigos. Así que continuamente vuelvo a aquel diciembre buando respuestas, buscando algo que me diga qué pasó.

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UN TRAYETO DE METRO
Durante un trayecto de metro ocurren muchas cosas. 

El chico de la dereha, ese de gafas y cascos, e un entusiasta de la vida. A sus pies, dentro de una vieja mochila, llea una veitena de cd que contienen su maqueta musical. Los lleva siempre encima a la espera de la ocasión de mostrarselos a alguien. 

La mujer de enfrente mira con ternura el teléfono que sostiene. Está conversando con su hijo, el que le enseñó hace poco cómo utilizar y esribir un whatssap.

A la izquierda, entre dos amigas que no dejan de reír, está sentado un joven soñador. Su mirada se pierde en la negrura a través de la ventana. Sus manos están llenass de manchas multiolores. Bajo su bazo, colocada de forma descuidada, lleva una carpeta de dibujos. Esos que espera algún día ver colgados en una galería. 

Y aquí, justo en mi asiento, hay una chia que observa a su alrededor. No busca nada en particular, solo un poco de inspiración que le ayude a llevar el resto del día de forma diferente. 

Cielo Mojado


Debajo del agua todo estaba bañado de una luz azulada. La garganta no le dolía, ya no sentía como si los pulmones le fueran a explotar. Tentativamente tomo una bocanada de agua. No de agua no. Eso no podía ser agua, ella estaba respirando, ella estaba respirando en el fondo del mar. Cerró los ojos y volvió a respirar, era tan real. ¿Estaría soñando? Ella había saltado de un barco en medio del Océano Pacífico, no podía estar viva. Y sin embargo todo lo que sentía le decía lo contrario. Aún asombrada probó a nadar. Lo que también se sentía real, muy real. Notaba el agua correr entre sus dedos, la corriente dar vueltas alrededor de sus piernas mientras ella pataleaba. Lo único que la desconcertaba era el sonido. Allí no había nada. Simplemente silencio. Con los ojos cerrados ella podía decir que estaba inmersa en la oscuridad absoluta, pero el mundo azul que había a su alrededor no era para nada oscuro. Había paz. ¿Era posible que estuviera en el cielo? Eso tenía más sentido. Había oído que la muerte en aguas frías era dolorosa solo al principio, que después todo se calmaba y morías sin darte cuenta. Seguramente era eso, ella se había ahogado en el océano y esto era el cielo. Al menos este lugar era más bonito que lo que había dejado atrás. Por primera vez se sentía libre, ligera, sin preocupaciones. Estaba flotando, dejándose llevar, y tenía toda la eternidad para hacerlo. Toda una eternidad para ella sola, sin más preocupaciones, sin odiosas tareas, sin nadie que le ordenara, que tuviera el control sobre ella. Una sonrisa de pura felicidad se extendió sobre su rostro, la primera en mucho tiempo. Pataleando y moviendo los brazos durante varios minutos su dicha fue absoluta, plena, incluso se permitió reír, inundando de sonido aquel lugar celestial. Sentía su voz cantarina, como pequeñas campanitas. Nunca antes se había oído reír y le gustaba la sensación. Riendo y girando, riendo y girando. Tan entretenida estaba que no notó como otra risa se unía a la suya. Una risa más cantarina, más suave y a la vez más profunda. Le sorprendió escuchar otro sonido en ese mar silencioso. Otro sonido, pero nadie con quien identificarlo. Cuando dejó de reír el eco se mantuvo unos segundos, bajando el tono hasta desaparecer y con él la nueva risa. Pero aunque buscase no encontró a nadie que pudiera haber reído con ella. Estaba sola. Sin embargo esa risa no podía ser de ella, o a lo mejor sí. Aquel lugar era extraño, todo podía ser. Pero tenía que estar segura.
Cuanto más tiempo pasaba buscando, más segura estaba que no había nadie con ella. El mar, como ella lo veía, estaba en silencio, nada había vuelto a sonar. Cansada de buscar nada, se sentó en una roca del fondo, junto a una estrella de mar, y dejó salir un bufido.
-          Tengo que dejar de asustarme así. Aquí no hay nada.
-          Nada.
La respuesta llego como un tiro rompiendo el silencio. Esta vez no eran imaginaciones ni ecos. Esa palabra había sido pronunciada por alguien.
Dudosa volvió a hablar.
-          Hola.
-          Hola.
Esta vez la palabra vino acompañada por una risita, la misma de antes.
-          ¿Quién eres?
Más risitas, sin contestación esta vez.
-          ¿Eres real? ¿O solo una imaginación?
-          Real.
Esto era raro. No estaba sola, allí había alguien más. Lo intentó otra vez, pero no logró encontrar de donde venía la voz. Parecía estar en todas partes, y sin embargo no era visible. ¿Sería Dios? No era posible, Dios no debería tener esa voz, y sin embargo no podía ser de nadie más. ¿Qué otra cosa podía oírse así y sin embargo no verse?
-          ¿Eres Dios?
Pregunta tonta. No podía mejorarla ni en un millón de años. Y sin embargo no hubo respuesta de nuevo.
-          ¿Eres real?
De vuelta al principio, pero con respuestas.
-          Real, si.
-          ¿Puedo verte?
-          Si.
¿Si? ¿Si, pero donde? Allí no había nada, nada que no había estado antes. Era como el fondo marino de un precioso y exótico acuario. Había algas verdes y azules, corales rojos, que bajo la luz se veían violetas, conchas semienterradas, alguna estrella de mar. No había peces, como si sólo hubiera decoración. Y agua, podía ver como se arremolinaba frente a ella, reflejando la luz. Pero ningún rastro de personas. Porqué quien hablaba era una persona,  ¿no? ¿Qué otra cosa podía ser? No era Dios, eso la había descartado. ¿Qué más podía ser? ¿Un alma? ¿Un ángel?  Cualquiera de las dos opciones era válida. Si estaba muerta, bien podía ser ella un alma también. Y los ángeles se suponían que estaban para ayudar a las almas.
-¿Eres un ángel?
-No.
-¿Eres como yo?
-No.
-¿Qué eres?
-Yo.
Esa conversación era frustrante. No podía ser que estuviera hablando con algo invisible. Con algo que solo era “yo”.
-Por favor, ¿puedo verte?
-Ya lo haces.
-¿Dónde estás?
-Aquí.
La voz esta vez provenía de enfrente de ella. De dentro del remolino de agua. Las ondulaciones se sucedían formando un patrón de burbujas. El remolino era cada vez más evidente, pero nada más que un remolino. Con curiosidad levantó la mano para tocarlo.
-Jijijiji. Cosquillas.
-¿Cosquillas?
-Cosquillas.
De repente, entre las burbujas del remolino vio un rostro. El rostro más bello que jamás había visto, tenía los ojos grandes y redondos, los labios carnosos y la nariz fina y delicada, pero lo más sorprendente era el halo de cabello que lo rodeaba confundiéndose con las burbujas de agua.
-Arriba.
Mirando hacía donde el hermoso rostro decía percibió una sombra, al mismo tiempo que sentía como unos brazos titaban de ella.
-Arriba.
Repitió la voz cantarina.
-Arriba.
Dijo esta vez una voz mucho más grave y ronca.
-¿Arriba?
La garganta le dolía como si llevara dentro millones de espinas. Intentó toser para eliminar la sensación, pero solo empeoro las cosas. Dolía. La luz del sol, que alumbraba desde el cielo, le hacía daño en los ojos. Demasiado brillante.
-Está viva. Vamos saquémosla del agua.
Dijo aquella ronca voz. ¿Viva? ¿Estaba viva? Debía estarlo ya que podía sentir como alguien tiraba de ella hacía atrás, arrastrándola por la arena. Viva. No, no, no. Ella no debería estar viva: Ella quería volver a aquel mar de tranquilidad.
-Ha tenido mucha suerte.
-No entiendo como ha sobrevivido tanto ahí dentro. Esa agua está helada.
-Ya, bueno. Un milagro.
¿Milagro? Catástrofe más bien. Ella quería su mar en calma. A su remolino con el bello rostro, tan bello que sería capaz de competir contra la más absoluta belleza divina. Quizás después de todo sí que había sido un ángel quien le había hablado. Un ángel mojado.

4 Vidas 4 Problemas

Como me gusta escuchar vuestras opiniones hoy voy a subir una sinopsis de un libro que estoy escribiendo y que va por muy buen camino. Hasta estoy animándome a crearle su propia página donde subir regularmente los capítulos, pero eso es un proyecto aún. De momento decirme que os parece mi pequeña creación. 


¿Qué decir cuando todo en esta vida está dicho?
Alma tiene problemas con las drogas. Empezó como una tontería, igual que todos los grandes problemas, pero ahora las cosas se están volviendo serias. Ya no es pillar solo en las fiestas de fin de semana, ahora la adicción la está superando y no hay nadie cerca que le pueda echar una mano.
 Elisa tiene un trastorno alimenticio, cada vez que se lleva algo a la boca tiene que correr a un baño para expulsarlo.  Su vida ha girado alrededor de la moda, todas sus amigas han pasado por eso, vomitado sus comidas con tal de tener un cuerpo diez, y Elisa ahora está en ello también.
 Lucas está metido en contrabando de objetos robados. Empezó con las respuestas de exámenes de su instituto y ahora transporta cuadros valorados en millones o antiguas reliquias que han sido robadas.  Todo esto bajo la supervisión de su hermano mayor, quien ahora es su tutor.
Emily trabaja en un pub a altas horas de la noche para poder pagar la matrícula escolar de su hermano pequeño. Una noche las cosas se vuelven complicadas y acaba en la cama con un hombre que le paga. A partir de ahí descubre todo un nuevo mundo, donde su cuerpo es su pasaporte al dinero.
Estas cuatro vidas, tan diferentes, pero a la vez tan parecidas, acaban por entrecruzarse en un frenesí de alcohol, drogas, dinero y prostitución que podría terminar muy mal. Pero también podría significar la salvación de estos chicos.

¿Que tal? ¿Que os ha parecido? Espero opiniones por aquí pronto. Besos.

Buenos días/Malos días

Quiero dedicar esta entrada a mi compi de periodismo, quien además es la más reciente seguidora del blog, porque creo que es ese tipo de persona que cuando te la cruzas en la calle hace que tu día esté un poquito más soleado. Dedicado a ti, Teresa, la mujer del café (esto se entiende al leer el relato :D).

Las mañanas lluviosas no invitan a levantarse de la cama. En lugar de salir a la calle lo que te gustaría hacer es quedarte bien acurrucada envuelta de las sábanas que por la noche comparten tus sueños. Sin embrago, una siempre acaba haciendo lo correcto, se destapa y recorre la casa, helada por las bajas temperaturas de las mañanas. Desayuna una taza de caliente café, intentando, en vano, despejarse y estar bien despierta para poder vestirse con decencia. Una vez más, después de la rutina matutina, bajas en el ascensor, parándote, por supuesto, en todos los pisos posibles. Y lo mejor de todo es que al salir del portal empieza a llover. Si has sido previsora sacarás el paraguas del bolso, si no, te toca decidir que hacer. ¿Vuelves a subir y muy posiblemente pierdas el tren o te arriesgas y cruzas las calles intentando no mojarte mucho? Para tomar esta decisión miras tus ropas y acabas por decidirte a subir. No quieres que ese jersey tan mono que justo estrenas hoy se estropee. Una vez más entras en el ascensor, subes, coges el paraguas, bajas y esta vez sí, sales a la calle. Recorres las húmedas aceras poniendo cuidado en donde pisas y como. Los tacones de las botas hacen el recorrido más difícil, pero ahora no vas a volver a cambiarte. De vez en cuando miras tu reloj por miedo a que las manecillas aceleren y tu no llegues a tiempo de coger el tren. Miras la hora, han pasado diez minutos, el tren está a punto de salir. Aprietas bien el bolso y hechas a correr. La gente te mira cuando pasas a su lado, salpicando sin querer a muchos de ellos, con prisas por llegar. De lejos ves la estación y corres más rápido. Pasas el billete por la maquina y, aún plegando el paraguas mojado, subes al tren a la vez que sus puertas se cierran a tu espalda. Suspira de alivio por verte sana y salva en el interior del vagón. Hechas a andar buscando tu asiento de todos los días, ese que es solo tuyo y que forma parte de tu rutina. Pero cuando lo localizas ves que ya hay alguien ahí sentado. Las dos chicas no aparentan más de quince años y están vestidas fuera de lugar. Los minivestidos que llevan a penas les cubren algo y ambas se apoyan en la otra buscando calor. Tienen los ojos rojos, vete tu a saber de que. Y desprenden un desagradable olor a cigarrillo y alcohol. No, no es cigarrillo, sino algo mucho más dulce, peor. Molesta por no poder sentarte donde quieres te alejas de las dos chicas que ni siquiera se han percatado de tu presencia. ¿Se darán cuenta de cuando el tren pare en su parada?, te preguntas mientras te dejas caer en un asiento junto a la ventana, mucho menos cómodo y familiar que el tuyo. Sin pensarlo sacas el móvil, un smartphone de última generación, y empiezas a repasar la agenda. Al poco te aburres y visitas Twitter, que acabas dejando porque a penas hay cobertura. Rendida te recuestas en el asiento y estiras las piernas. Piensas en que mala idea a sido ponerte esos zapatos y en como el día ha empezado torcido. Suspiras y rezas para que mejore, pero claro, basta con que lo hagas para que suceda algo que solo empeore las cosas. De repente la bombillita de tu parada se apaga, al mismo tiempo que suena la voz de una señora por los altavoces anunciando que es imposible detenerse en tu parado por razones técnicas, de forma que te toca bajarte antes o después. Claramente, antes. No vas a recorrer metros que después tendrás que recuperar. De nuevo te pones de pie y bajas del tren. Ya no llueve, menos mal. Sales de la estación y preguntas por tu lugar de trabajo. Una chica joven te sonríe y comenta que está un poco lejos, pero con amabilidad te indica el camino. Tu sonríes y empiezas a andar. Subes por calles muy empinadas que además resbalan por estar mojadas. Juras bajo el poco aliento que te queda y media hora después llegas a la plaza donde está tu edificio. Confiada por la cercanía del mismo aumentas el ritmo y acabas en el suelo. Tu bolso y paraguas a dos metros de ti, tus rodillas dobladas, tu culo apoyado en el suelo mojado, tu mano en un charco. Que caída más tonta. Al menos no me he hecho daño, piensas a pesar del sordo dolorcito de tu parte de atrás. Intentas levantarte y presientes otra caída al ver como tus tacones se resbalan. Al final, aun a riesgo de caerte, te agachas y recoges el bolso y el paraguas. Empiezas a andar, mirando que no se te haya caído nada del bolso, y notas un chorro de agua cayendo sobre ti. Levantas la vista y ves que no es un cubo de agua que alguien te ha tirado sino que está lloviendo otra vez. Juras de nuevo, esta vez en voz alta y te apresuras a abrir el paraguas, el cual está atascado y no se abre hasta que estas bajo cubierto en el edificio. Cerrando el maldito trasto te diriges, dejando un reguero de agua, a tu despacho donde al abrir la puerta ves a tu jefe. Tenemos una reunión, dice y luego de mirarte bien añade, por favor arréglate un poquito. No tas como el agua de tus ropas empieza a evaporarse de la indignación que tienes. Claramente el día no podía ir peor. Dejas el bolso, el paraguas, la chaqueta. Te quitas los zapatos, los limpias. Vas al baño, te quitas el jersey mojado, lo pones bajo el secador, lo estiras poco a poco con los dedos para que no se encoja. Te lo pones. Te recoges el pelo húmedo en un moño, que bien mirado no te queda mal. Retocas tu maquillaje. Y te diriges a la reunión. Cuando entras todos te miran, has tardado más de lo que pensabas. Avergonzada por la mirada de tu jefe te sientas en tu silla, la cual chirría desagradablemente. La reunión pasa, te aburres, quieres que el día acabe ya. Tu jefe te ha llamado la atención por la tardanza, te ha encargado que acabes no sabes que papeles. La cabeza te duele, vas a llorar. Al final el reloj llega al número seis y tu sales disparada por la puerta.  

Ya no llueve, es lo primero que notas, el sol está casi escondido, pero aun puedes notar los restos de sus rayos. Decidida tiras el paraguas roto a la basura y recorres el camino a la estación. Casi en tu ella te cruzas con un hombre con un café en la mano. Por su aspecto deduces que acaba de salir de casa y va hacía el trabajo. Miras tu reloj, son las siete y media de la noche casi. Piensas como te alegras de entrar a trabajar por las mañanas, sin desajustes horarios. El hombre pasa por tu lado y sonríe. Y sin más, tu le sonríes a él. Mientras se aleja sientes una alegría inmensa, te sientes cargada de fuerzas, como si tu también acabaras de empezar el día. En silencio le agradeces a ese hombre que sin saberlo te ha iluminado el día que tan gris había empezado esa mañana. Cuando llegas al andén ves como unos hombres con mono retiran los restos de un árbol caído de las vías. Oyes el pitido del tren. Llega puntual, que bien, hoy estarás en casa antes de lo normal. Subes al vagón número tres, el de siempre, y te sientas en tu asiento de siempre. Huele bien, a colonia dulce y floral. Te gusta. Cansada te dejas reposar en el asiento, aún queda una hora hasta llegar a tu estación. Sacas los papeles que tienes que corregir. Los lees, los repasas, los corriges y los guardas. Miras el reloj y te sorprendes. Solo ha pasado una hora. El resto del trayecto lo pasas sin hacer nada, mirando por la ventana como los pájaros surcan el cielo de color añil y los campos pasan a toda velocidad. Hay una sensación de paz en el ambiente que se extiende por tu cuerpo. Es extraño y agradable a la vez. Llegas a la estación y bajas, estás a punto de caerte cuando unos brazos te agarran. El hombre que siempre ves en el tren, ese tan mono que hace suspirar a medio vagón te está sujetando la cintura para que no te caigas. Te sonrojas y das las gracias, algo avergonzada. Él sonríe y se presenta. Su nombre, Ettiene, te encanta. Tras un apretón de manos os alejáis. Te abrochas mejor tu abrigo y sales a las calles de tu barrio. Es casi de noche, la gente ya está recogiéndose en su casa, pero la sensación es agradable. Está por llegar la noche, una nueva etapa del día. Sin prisas esta vez, recorres el camino a casa. Te cruzas con varios vecinos y los saludas. Ves a una pareja de jóvenes cogidos de la mano, y poco después a una pareja de viejecitos. No sabes que estampa es más bonita. Cruzas el parque y hueles la hierva mojada. Mientras abres la puerta de tu casa oyes como el ascensor se mueve y se detiene en tu piso, de él sale una chica, con uniforme y ojeras. La miras sin saber bien porque hasta que pasa por tu lado, es una de las chicas del tren de esta mañana. Sin el vestido ceñido y el maquillaje negro parece aún más joven, sin embargo el olor dulzón de esta mañana aún le acompaña. La chica se para en la puerta de al lado intentando abrirla, pero al parecer sin fuerzas para ello. Te acercas y le ayudas. Ella te sonríe y te da las gracias. Te cuenta que está reventada y que anoche salió de fiesta. Te comenta que una de sus amigas se puso enferma por la mañana y tubo que acompañarla al hospital y que ahora que ya está bien, que el susto ha pasado, ha decidido no volver a hacer el bestia como anoche. Tu le escuchas paciente y acabas por apretarle el hombro en un gesto de cariño. Recuerdas que a su edad tu pensabas igual. Os despedís y entras en casa. Enciendes la luz, dejas el bolso en la mesa, te quitas el abrigo y los zapatos. Pones las llaves en la cerradura. Cuelgas el bolso, vacías sus bolsillos en busca del móvil. Te agachas y recoges una nota de papel, la desdoblas y la lees. Sonríes aún más. <Espero verte mañana. Podríamos sentarnos juntos en ese sitio que tan solo es tuyo. Etienne.> Debe haber dejado la nota cuando te ha ayudado a no caerte. Ese hombre ha estado observándote un tiempo, ¿cómo sino sabría lo de tu asiento? Estás muy feliz y acabas de desvestirte y cenar, aún con una sonrisa en la cara. Cuando te acuestas después de haber leído otra vez la nota piensas en como a cambiado el día. Te das cuenta de que las cosas buenas te han ocurrido a partir de ver a ese hombre, el del café. Le vuelves a agradecer en silencio por ello y cierras los ojos, mañana te espera otro nuevo día.