Es más fácil expresar los sentimientos y pensamientos en un folio que lanzarlos al aire.

Lunes

Le gustaban los lunes. Era lo único que él sabía después de conocerla. Habían coincidido en una estación de metro un lunes por la mañana, temprano, al son de los primeros vagones circulantes del día. Era una mañana oscura, como casi todas a esas horas. El viento levantaba los papeles y las hojas que cubrían los adoquines de las desiertas calles parisinas. Durante el trayecto a la parada de metro a penas se cruzo con un par de personas. Una vez bajo tierra, en los interminables pasillos de la estación, se había quitado el abrigo y la bufanda, dejándolos colgar de su brazo. El maletín parecía pesar toneladas, como si llevara piedras en lugar de folios llenos de firmas. No le gustaban los lunes. Los domingos por la noche nunca lograba conciliar el sueño más pronto de las tres de la mañana, lo cual no ayudaba cuando el despertador sonaba dos horas más tarde avisando de un nuevo día. Apenas desayunaba por lo cansado que se encontraba, ¡ni para un cigarrillo tenía ganas! Ese lunes ni siquiera se había mirado al espejo, saliendo del apartamento con la ropa sin combinar y el pelo a lo loco. No era el mejor día para conocerla, pero a la vez el encuentro no podía haberse en dado mejor momento. El andén de St. Paul estaba vacío cuando llegó, pero no tardó en escucharse el traqueteo de unos zapatos de tacón contra el feo suelo de hormigón. El sonido era acompasado, un andar feliz que se correspondía con la persona que poco después llegó al andén. La mujer entró con una sonrisa, el pelo suelto formando un manto de oscuros rizos que se agitaban por las corrientes de aire. Llevaba una bufanda roja alrededor del cuello, un abrigo negro colgando del brazo y un elegante atuendo empresarial conjuntado con unos impresionantes tacones. Eso fue lo que él primero notó: los tacones. La suela roja combinaba a la perfección con la bufanda, añadiendo una nota de color al oscuro vestuario. Al principio él la ignoró, sin levantar la vista más allá de los zapatos se volvió a recostar en su asiento y retomó su meditación en contra de los lunes. Tardó un poco en darse cuenta de que la mujer le miraba. No supo si sentirse molesto o honrado por ello, pero acabó optando por la segunda opción al percatarse de la belleza que se ocultaba tras el pliegue superior de la bufanda y la nube de rizos. Tenía los ojos grises, pero no fríos como se suelen ver otras personas, sino de un gris brillante que recordaba a las joyerías de la Place Vendôme. Alrededor de ellos había un halo de oscuras y largas pestañas que se movían de forma cándida cuando parpadeaba. Fue precisamente aquel gesto el que le atrapó por completo. Cuando ella parpadeaba no había forma de apartar la mirada, era como ver un choque de trenes, increíblemente atrayente. Los minutos pasaron, quizá fueran segundos, pero él los notó como horas, hasta que el primer vagón hizo su aparición. La mujer apartó y la mirado y se subió con gran destreza al tren. En ningún momento le miró de nuevo, pero incluso cuando última luz del metro desapareció en la oscuridad de los túneles, él siguió sintiendo su mirada. Ese día llegó tarde al trabajo, tuvo que recuperar las horas perdidas y volvió a perder el metro a la hora de cenar. Pero al llegar a su casa y mirarse por primera vez en el espejo su reflejo sonreía y le brillaban los ojos. Los lunes no están tan mal, pensó esa noche al acostarse y recordar a la mujer de la bufanda y los zapatos rojos, nada mal.

30/09/2013
16:57 p.m

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